Validar lo que siento

Si habéis leído algo sobre meditación/mindfulness, sabréis que esta actividad implica la aceptación. Para mí, la aceptación está relacionada con el amor: el amor es incluir —que asimismo es conectar—, mientras que el odio es excluir —que asimismo es desconectar—. Amar es abrazar, invitar, meter algo o alguien en la foto que nos representa; lo contrario sería empujar, luchar, sacar de la foto, marcar una frontera entre yo y aquello que se deja aparte, en las sombras. Y esto es aplicable a cómo nos relacionamos con los demás, pero también a cómo nos relacionamos con nosotros mismos, porque a veces también batallamos con lo que pensamos o sentimos, o con ciertas partes de nuestro yo.

                Dado que difícilmente podremos estar en paz con el mundo si no lo estamos con nosotros mismos, quisiera compartir un texto que he escrito para que nos ayude a aceptar aquello que sucede en nuestro interior, para que nos ayude a tratarnos con amor, a liberarnos de mucha culpabilidad con respecto a lo que sentimos y, por ello, a reconocer y reconciliarnos con las dinámicas de nuestro corazón.

               Pero antes quisiera introducir algunas ideas, para que, cuando leas el texto, entiendas mejor por qué lo escribí así. Espero que este artículo te resulte interesante.

1. La importancia de reconocer nuestra vulnerabilidad

Quizá una de las cosas contra la que más luchamos sea nuestra vulnerabilidad, por eso, me voy a centrar en ello en este artículo. Hay muchas razones para que esto sea así, que van desde lo estrictamente biológico a lo puramente ambiental o cultural. Por supuesto, entre esas razones se encuentra la protección ante personas que podrían usar nuestra vulnerabilidad para hacernos daño. Sin embargo, esta no es la única explicación, puesto que a muchos les cuesta mostrar su vulnerabilidad ante personas que supuestamente son de confianza, como amigos o pareja; incluso, más allá de ellos, en ocasiones parece como si uno quisiera ocultársela a sí mismo. Esto lleva a pensar que también hay detrás un elemento social, algo que nos empuja a percibir la propia vulnerabilidad como vergonzante. Sobre este tema recomiendo una serie de vídeos de la investigadora Brene Brown, quien descubrió que las personas más seguras y valientes son, precisamente, las que muestran con mayor facilidad su vulnerabilidad [las indicaciones sobre dónde encontrar los vídeos son del momento en el que se publicó este artículo]:

                —1. Brene Brown: El poder de la vulnerabilidad. Disponible gratis en Youtube

                —2. Brene Brown: Escuchando a la vergüenza. Disponible gratis en Youtube

                —3. Brene Brown: Sé valiente. Netflix, con suscripción.

                Más allá de las afirmaciones de Brene Brown en estas magistrales charlas que os he recomendado, no es difícil percatarse de la antipatía social hacia la vulnerabilidad. Hay multitud de libros de autoayuda sobre los efectos perniciosos de la dependencia y la debilidad, y sobre las maravillas de la autosuficiencia. Es más, el DSM V, manual de diagnóstico psiquiátrico de referencia mundial, incluye el trastorno de la personalidad por dependencia; sin embargo, no encontramos ningún trastorno de la personalidad por independencia. Asimismo, desconozco —si los hay— libros de autoayuda que hablen de los efectos perniciosos de la autosuficiencia y la fortaleza. Parece como si la dependencia y la debilidad fueran signos de inmadurez psicológica y la independencia y fortaleza signos de madurez. Y a veces da la sensación de que el «Yo puedo» y el «Me basto solo» son los gritos de guerra de la persona realizada del siglo XXI.

                Sin embargo, los estudios sobre los estilos de apego de Bowlby y Ainsworth, ya absolutamente validados y asentados en la ciencia de la psicología, apuntan desde hace décadas a otra realidad muy diferente. No voy a describir sus aportaciones porque me llevaría mucho tiempo y porque podéis leer sobre ello en un montón de páginas de internet. Creo que basta con decir que el estilo de apego seguro coincide con las investigaciones de Brene Brown, y no retrata precisamente a una persona autosuficiente o independiente (por descontado, tampoco a una persona patológicamente dependiente). Los extremos de la dependencia y la independencia corresponden con dos estilos de apego inseguros: el ansioso y el evitativo, respectivamente. Si bien el primero, el ansioso, sí queda señalado por nuestra cultura como dañino, el segundo se identifica culturalmente con la persona segura de sí misma; no obstante, los estudios recogen que estas personas, aparentemente resueltas y autosuficientes, también manifiestan respuestas fisiológicas propias de la inseguridad patológica. La diferencia es que en las personas de apego ansioso su malestar emocional es evidente para ellas mismas —y para los demás—, mientras que en las de apego evitativo se ha producido una desconexión con su malestar; es decir: no es que estas personas no alberguen inseguridad, lo que sucede es que sus sentimientos de inseguridad les pasan inadvertidos (pero sus cuerpos sí están respondiendo con inseguridad). La personalidad segura, verdaderamente segura —en su cuerpo y en su conciencia— es, paradójicamente, aquella que camina con gracilidad entre las orillas de la dependencia y la independencia, de la debilidad y la fortaleza.

                El discurso social que tilda de vergonzante las manifestaciones de debilidad y dependencia no es nuevo. Por ejemplo, hoy se sabe que hasta hace bien poco a los soldados que hablaban sobre sus síntomas de lo que ahora se denomina estrés postraumático se los acusaba de debilidad personal, como si el hecho de que volvieran afectados fuera un defecto de su personalidad, en lugar de una respuesta natural ante la situación tan brutal a la que se habían visto arrojados. «No pasa nada» es una de las frases más habituales que se les dirige a los niños, y luego de adultos casi siempre que nos preguntan «¿Qué tal estás?» respondemos «Bien», porque lo correcto es que no nos pase nada, que podamos apretar los dientes y tirar para adelante, sin molestar a nadie con nuestro sufrimiento.

                Claro, ante este panorama, es lógico que cuando en el colegio o en el trabajo no lleguemos a lo que nos pidan, nos culpemos a nosotros mismos: «No soy suficiente», «Soy débil, incapaz de soportar la presión». No se nos ocurre pensar que quizá el error es que se nos someta a esa presión o que se nos plateen objetivos desmesurados, incompatibles con el bienestar personal, con la vida social, la crianza de los niños… Con esos mensajes de «Sé fuerte» o «No pasa nada» la culpa es siempre de uno mismo, que es demasiado sensible o demasiado flojo, y así no hay nada que cambiar en las estructuras sociales, porque el problema nunca es del sistema, de su dureza, de su rigidez; el problema es siempre de los individuos, que no se adaptan bien a la guerra, que no saben insensibilizarse ante el dolor y la violencia. Y así es como me encuentro yo ante pacientes que, aunque saben que sufrieron bullying, una parte de ellos cree que fue por su culpa, porque no supieron defenderse, porque les afectó demasiado…, en definitiva, porque eran demasiado vulnerables, demasiado débiles, demasiado necesitados del respeto de sus iguales.

                Parar contrarrestar este sesgo cultural, he escrito el siguiente texto. Lo presento en dos versiones —una escrita en voz masculina y otra en femenina— para que, así, al leerlo, os podáis sentir más identificados. El objetivo de este texto es funcionar como catalizador para daros permiso a sentir lo que sintáis, más allá de esos absurdos ideales culturales sobre lo que deberíais ser, ideales que en realidad son una deformación de nuestra auténtica naturaleza y que solo nos están dañando. Deseo de todo corazón que os ayude a conoceros y a aceptaros más, porque solo conectando con nosotros mismos podremos conectar con el mundo y sus personas, y así fluir en el aquí y ahora.

validar_lo_que_siento_1

2a. Texto en voz femenina

Tengo derecho a sentirme a veces preocupada, agobiada, triste, cansada de luchar por sobreponerme al día, cansada por llegar a ser suficiente, por que me valoren, por que reconozcan que lo intento, que intento sacar las cosas adelante, que intento estar bien, hacerlo bien. Tengo derecho a sentir que a veces ya no puedo más, que ya no sé qué más hacer, que estoy perdida, bloqueada, que me siento pequeña y frágil, como si todo se pudiera desmoronar en cualquier momento, como si todo lo que he conseguido y me da seguridad lo pudiera perder al instante, con la sensación de que no pudiera apoyarme en nada sólido, de que caminara sobre la fina capa de un estanque helado.

            Tengo derecho a que a veces me dé miedo salir al mundo, y me dé miedo la gente, que me hagan daño, que me griten, que me ignoren, que me humillen, que se rían de mí, que me vean inferior a ellos; miedo a que me traicionen.

            Tengo derecho a sentir a veces miedo a la soledad, a que los demás no me vean interesante, o atractiva, a que yo no les guste y no quieran pasar su tiempo conmigo. Tengo derecho a sentir a veces miedo a que yo no les importe, o no me elijan, o me vean como una carga. Y tengo derecho a sentir a veces angustia porque no llego a lo que los demás esperan de mí o porque no soy quien ellos esperaban, derecho a sentirme una decepción o a sentir que no soy quien debería ser.

            Tengo derecho a sentir todo esto porque a veces la vida es muy difícil y cruel, y porque a veces las personas son muy difíciles y crueles, incluso aquellas que se supone que nos quieren.

            No vine al mundo esperando que la vida y sus personas me trataran con dureza; vine al mundo con la expectativa de ser acogida por la vida, igual que se trataría a un invitado. No llegué aquí esperando que pudiera pasar hambre, o frío, o que una enfermedad pudiera robarme mi salud o robarme a un ser querido. Y vine pensando que mi tribu, que eran todas las personas del mundo, se alegraría de verme y me abrazaría un día tras otro, y disfrutaría de mi compañía, y me enseñaría de la mano todas las cosas curiosas del mundo. Mi tierno corazón de bebé, y ningún otro tierno corazón de bebé, estaba preparado para entender que también tendría que protegerse de ellos, de la tribu, de las personas.

            Por eso, es normal que ahora me encuentre confundida, en duelo. ¿Por qué se ha complicado todo tanto? ¿Por qué no ha sido más natural, más fácil?

            Por eso, si ahora me siento agobiada, agotada o cabreada, tengo derecho.

            Y no es que yo sea incapaz o que haya algo malo o estropeado en mí, me siento así porque ¿cómo podría sentirme de otro modo? Simplemente, tengo sentimientos, porque soy persona. Y tengo derecho a sentirme como me siento porque la vida y la gente es a veces muy difícil y porque yo soy humana; porque no estoy enferma y soy muy humana; tan humana como tú, y tan normal que a veces vivir me duele, y no puedo, y no llego.

            Tengo derecho, ¿verdad?

            ¿Verdad que lo tengo? ¿Verdad que lo tenemos?

2b. Texto en voz masculina

Tengo derecho a sentirme a veces preocupado, agobiado, triste, cansado de luchar por sobreponerme al día, cansado por llegar a ser suficiente, por que me valoren, por que reconozcan que lo intento, que intento sacar las cosas adelante, que intento estar bien, hacerlo bien. Tengo derecho a sentir que a veces ya no puedo más, que ya no sé qué más hacer, que estoy perdido, bloqueado, que me siento pequeño y frágil, como si todo se pudiera desmoronar en cualquier momento, como si todo lo que he conseguido y me da seguridad lo pudiera perder al instante, con la sensación de que no pudiera apoyarme en nada sólido, de que caminara sobre la fina capa de un estanque helado.

            Tengo derecho a que a veces me dé miedo salir al mundo, y me dé miedo la gente, que me hagan daño, que me griten, que me ignoren, que me humillen, que se rían de mí, que me vean inferior a ellos; miedo a que me traicionen.

            Tengo derecho a sentir a veces miedo a la soledad, a que los demás no me vean interesante, o atractivo, a que yo no les guste y no quieran pasar su tiempo conmigo. Tengo derecho a sentir a veces miedo a que yo no les importe, o no me elijan, o me vean como una carga. Y tengo derecho a sentir a veces angustia porque no llego a lo que los demás esperan de mí o porque no soy quien ellos esperaban, derecho a sentirme una decepción o a sentir que no soy quien debería ser.

            Tengo derecho a sentir todo esto porque a veces la vida es muy difícil y cruel, y porque a veces las personas son muy difíciles y crueles, incluso aquellas que se supone que nos quieren.

            No vine al mundo esperando que la vida y sus personas me trataran con dureza; vine al mundo con la expectativa de ser acogido por la vida, igual que se trataría a un invitado. No llegué aquí esperando que pudiera pasar hambre, o frío, o que una enfermedad pudiera robarme mi salud o robarme a un ser querido. Y vine pensando que mi tribu, que eran todas las personas del mundo, se alegraría de verme y me abrazaría un día tras otro, y disfrutaría de mi compañía, y me enseñaría de la mano todas las cosas curiosas del mundo. Mi tierno corazón de bebé, y ningún otro tierno corazón de bebé, estaba preparado para entender que también tendría que protegerse de ellos, de la tribu, de las personas.

            Por eso, es normal que ahora me encuentre confundido, en duelo. ¿Por qué se ha complicado todo tanto? ¿Por qué no ha sido más natural, más fácil?

            Por eso, si ahora me siento agobiado, agotado o cabreado, tengo derecho.

            Y no es que yo sea incapaz o que haya algo malo o estropeado en mí, me siento así porque ¿cómo podría sentirme de otro modo? Simplemente, tengo sentimientos, porque soy persona. Y tengo derecho a sentirme como me siento porque la vida y la gente es a veces muy difícil y porque yo soy humano; porque no estoy enfermo y soy muy humano; tan humano como tú, y tan normal que a veces vivir me duele, y no puedo, y no llego.

            Tengo derecho, ¿verdad?

            ¿Verdad que lo tengo? ¿Verdad que lo tenemos?