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Ego y espiritualidad

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En la historia de la psicología, son varios los autores que han resaltado la importancia de tener en consideración la espiritualidad en el desarrollo psicológico. Quizá el más conocido sea Abraham Maslow, quien añadió la espiritualidad a su pirámide de las necesidades; y quedó situada por encima de la autorrealización. «Claro —podría uno preguntarse— si es una necesidad humana, universal, ¿qué pasa con aquellas personas que viven deliberadamente ajenas a todo lo espiritual?».

            Lo primero es diferenciar entre la espiritualidad y la religión. Hoy en día se usa mucho el término «espiritualidad laica». Esto me parece bueno, porque permite que la espiritualidad sea vivida tanto por aquellas personas que profesen una religión como por las que no; es decir, se permite vivir la espiritualidad tanto de una manera personal como institucional. Además, la espiritualidad laica abarca tanto a quienes son teístas (creen en un dios, o en dioses) como aquellos que no son teístas (como por ejemplo los budistas, que no creen en Dios). Por tanto, la espiritualidad es un término amplio que abarca a muchas personas, religiosas y no religiosas, y se refiere a cómo vivimos cada uno aquello que trasciende la individualidad, la persona, el ego, aquello que podríamos llamar «lo transpersonal».

            En segundo lugar, también habría que considerar a quienes no son espirituales en absoluto —gente que considere que no hay nada más allá de las formas materiales y sus manifestaciones individuales, aisladas—. Para mí esto no implica que la espiritualidad carezca de universalidad. También ha habido muchas personas a lo largo de la historia que han renunciado, por ejemplo, a la sexualidad, y eso no quiere decir que el sexo haya dejado de ser una necesidad humana. Hay distintas razones por las cuales las personas podemos renegar de nuestras necesidades fundamentales, pero esto no las anula como necesidades, simplemente complica la vida a quienes las desatienden, porque les obliga a gastar mucha energía psíquica conteniendo o desplazando tales necesidades.

            Yo creo que todos los humanos nacemos con ese anhelo de lo trascendente, de lo que va más allá de nuestro yo individual, seamos teístas, panteístas o no teístas. Lo podemos entender como un ser supremo, como una energía, como el Tao, como un vacío lleno de vida, como algo inexpresable que surge cuando cae la ilusión del ego o como lo que expresó George Lucas a través de Yoda: «Un poderoso aliado que crea la vida, que la hace crecer. Su energía nos rodea y nos une. Somos seres luminosos, no esta materia cruda. Debes sentir la Fuerza a tu alrededor; aquí, entre tú, yo, el árbol, la roca, en todas partes, sí. Incluso entre la tierra y la nave». Y creo que hay personas que, por decepción o por lealtad a la educación recibida, han desconectado de ese anhelo espiritual con el que han venido al mundo. A veces ha ocurrido por negligencia de quienes enseñan incluso desde las propias religiones, quizá porque alentaron renegar de la espiritualidad, empeñados en reducir la religión a normas y dogmas. Pero la espiritualidad es fresca y viva, y no pertenece a nadie (o, dicho de otro modo: nos pertenece a todos por igual).

            En conclusión, me gustaría plantear tres posiciones ante la espiritualidad.

1.-En primer lugar, hay personas que han desconectado de su necesidad fundamental de espiritualidad. A veces no son conscientes de su anhelo por satisfacer esa necesidad. Esto es algo que ocurre muy frecuentemente con las necesidades psicológicas de cualquier tipo, bien porque no fueron activadas en la infancia, bien porque no fueron satisfechas —por desatención, rechazo familiar, etc.—. Por supervivencia ante la frustración que esto generaba, la persona desconectó de su conciencia el deseo de satisfacer la necesidad, pero, si le colocáramos un dispositivo de neuroimagen, veríamos que, aunque su consciencia no lo registre, en su cerebro sí hay actividad orientada a la necesidad psicológica (estimo que, si esto ocurre con otras necesidades psicológicas, también pasará con la necesidad espiritual). Otras veces hay personas que luchan contra su necesidad por medio de un mecanismo de defensa llamado formación reactiva: se vuelven críticos con las personas espirituales porque no son capaces de aceptar su propio anhelo. Es su manera de apartar, de esconder lo que pasa dentro de ellos mismos —cualquier atisbo de su propio deseo—, y lo consiguen luchando contra ello cuando lo ven fuera (sería algo similar a quien es muy crítico con la homosexualidad porque no es capaz de admitir que alguna vez ha sentido cierta atracción por alguien del mismo sexo).

2.-En segundo lugar, están los místicos y los seres iluminados. Estas personas no solo han conectado con su anhelo espiritual, sino que además han encontrado el modo de entregarse a él y satisfacerlo. Como dice Nisargadatta Maharaj: «El problema no es el deseo, sino desear lo incorrecto». Estas personas supieron leer cuál era su anhelo más profundo, lo pusieron como su prioridad y se dejaron guiar por él hasta conectar con lo transpersonal y saciar toda sed espiritual. Es cierto que algunos se encontraron con lo trascendente de sopetón; pero ese no fue el caso ni de Nisargadatta Maharaj ni de muchísimos otros, como Buda, que tuvieron que entregarse un tiempo a su búsqueda hasta que florecieron.

3.-En tercer lugar, están los que sí conectan con su anhelo espiritual, pero todavía no se han entregado a él, porque su ego permanece en lucha contra la llamada de lo trascendente. Supongo que la mayoría de quienes estáis leyendo este artículo os colocaréis en este grupo. Por eso, el resto de este artículo va dirigido a vosotros, y es una breve reflexión sobre esta lucha. Espero que lo disfrutéis.

1. La entrega a lo transpersonal

Las reflexiones de Caroline Myss sobre la entrega a lo transpersonal, a vivir de un modo que trascienda nuestra individualidad, son muy interesantes. Lo hace en su libro Las siete moradas, donde realiza un estudio sobre la obra El castillo interior, de la mística Santa Teresa de Jesús.

            Caroline Myss considera que nuestro anhelo de lo divino es el más profundo de los anhelos, y nos acompaña desde el nacimiento. Esto se parece al concepto «retroprogresivo» de Salvador Pániker, que afirma que toda nuestra evolución es una búsqueda hacia adelante por recuperar la no-dualidad que tuvimos en un origen. Esa no-dualidad se refiere a la absoluta conexión y falta de tensiones originaria —el Edén bíblico que perdimos—, y que también podemos asociar a momentos perinatales, como cuando estábamos fusionados con la madre en la placenta. Por tanto, en todo corazón humano hay un deseo de conexión transpersonal, un deseo a veces secreto o reprimido; un deseo que según algunos, como Platón y Pániker, es un reencuentro con un estado primigenio, aunque con alguna diferencia, pues el reencuentro se produce tras un largo viaje evolutivo.

            Caroline considera que, al principio, solemos mostrar una fuerte resistencia a esta llamada de lo trascendente, una resistencia a este anhelo. Esa resistencia proviene de la identificación con el yo individual, con el yo externo y espacio-temporal, con el ego. Nuestro ego huye de lo trascendente, y lo teme, porque sabe que es tan intenso el brillo de lo «divino» que, una vez le haya tocado con esa luz, su existencia —la del ego— quedará reducida a cenizas, y automáticamente tendrá que volverse un siervo de lo trascendente. Y el ego —el yo individual y terrenal— no quiere ceder su control, aunque su resistencia genere sufrimiento: tiene miedo de que lo universal no cuide de sus intereses particulares, de su seguridad y supervivencia privadas. El ego piensa que su existencia será más caótica y arriesgada si cede ante la llamada, si suelta el timón; no se fía de que lo universal sea más inteligente que lo individual.

            A veces creemos que la iluminación es algo complicado y reservado para unos pocos, pero todos los maestros dicen que es realmente sencilla. Porque el problema no está en que sea una meta de difícil acceso: es nuestra negativa a confiar en lo trascendente lo que impide que nuestra conciencia florezca. Nuestro miedo a soltar la vida que llevamos, a abandonar nuestro sueño y nuestra fe en lo mundano e impermanente, es lo que levanta muros —y condiciones— que nos alejan de lo eterno. Quizá nuestra mente diga que desea lo trascendente, pero nuestro corazón no está dispuesto a entregarse. Y nuestro sufrimiento es, precisamente, la expresión de esa resistencia del ego.

            Podemos entender nuestra vida desde dos núcleos. El primero es el ego, nuestra persona, con nombre y apellidos, que desea sobrevivir y satisfacer sus necesidades individuales (todas las motivaciones de la pirámide de Maslow, excepción de la motivación transpersonal). El segundo núcleo es lo que podríamos llamar el alma, que anhela un sentido superior, que no se conforma con sobrevivir, que anhela lo sublime. ¿Cuál es mi prioridad? ¿A quién quiero servir? ¿A quién entrego mi corazón?

            Parece paradójico que la necesidad de lo transpersonal implique ponerse en manos de algo que nos trasciende, es decir, dejar en segundo plano el resto necesidades. Pero en realidad no es tan extraño; por ejemplo, para autorrealizarse también se ponen en jaque otras necesidades: hay que salir de la zona de confort o seguridad, correr riesgos económicos, enfrentarse al fracaso, a lo establecido, al grupo familiar o tribal…

2. No se necesita nada nuevo, tan solo soltar lo viejo

Ken Wilber —icono de la psicología transpersonal— nos anima a practicar meditación (mindfulness) para que diferenciemos entre el yo externo y el verdadero. El yo externo sería todo aquello del yo que pertenece al mundo del espacio y tiempo: el cuerpo, las sensaciones, las emociones, los pensamientos…; es decir, todo aquello de lo que podemos ser conscientes en un determinado momento y sobre lo que construimos nuestro autoconcepto, que no deja de ser otro pensamiento. Por otra parte, el verdadero yo no es más que el testigo, el testigo de todo aquello que sucede en nuestro espacio de conciencia. Ken Wilber sugiere que intentemos observar al testigo; claro, esto tiene trampa: en cuanto intentemos ver al testigo, convertiremos al testigo en parte de nuestro yo externo, y ese supuesto testigo será, a su vez, observado por un verdadero testigo que se halla detrás del espacio de la conciencia. ¿Qué quiere decir con esto? Que el auténtico yo no puede observarse, solo puede ser; que lo máximo a lo que podemos aspirar es a reconocer el falso yo como falso. Por tanto, nuestra madurez espiritual no consiste en hallar algo nuevo, o en conseguir algo diferente, sino que se trata más bien de desprenderse de lo falso, de quitar capas y capas de mentiras, de desnudar al yo de todos sus atributos. Esta noción ha sido defendida por múltiples místicos, como por ejemplo Mooji, quien siempre ha afirmado que el camino hacia la iluminación es un proceso de desprendimiento, y no un aprendizaje ni una acumulación.

            Esta idea me lleva a recordar mi propia experiencia espiritual, allá por mis diecinueve años. Fue un instante eterno de no-ego difícil de explicar: pude ser consciente de varios procesos mentales de manera simultánea —como si tuviera varias consciencias— y también fui consciente de que lo que siempre había llamado «yo» estaba totalmente conectado con el mundo —no había barrera entre aquel yo y el mundo, eran lo mismo—, y simultáneamente percibí un fogonazo, como un hermoso y poderoso sol al que solo se me ocurre llamar «lo absoluto». Por supuesto, este instante atemporal ocurrió sin drogas, y de manera espontánea (estaba repasando unos apuntes de clase y me dio por observar mi pensamiento para ver si su funcionamiento se correspondía con esas teorías). Ni siquiera buscaba aquello, porque por aquel entonces yo era radicalmente escéptico, racionalista y materialista (entendería su transcendencia unos meses después: un compañero de la facultad me habló del budismo cuando le relaté esta experiencia, y semanas más tarde saqué de la biblioteca el libro Budismo zen, de Daisetsu Teitaro Suzuki). Tras aquel instante, que por supuesto ha marcado toda mi vida, me vino una frase a la cabeza, frase que entonces sentí como absolutamente verdadera: «Nada es importante». Lo curioso es que, años después, me enteré de que el místico y sabio Jiddu Khrisnamurti había dicho que su secreto era que no le importaba lo que pasase.

            ¿Por qué me recuerda a lo que dice Ken Wilber? Porque ahora entiendo bien aquel mensaje de «Nada es importante». Cuando damos importancia a las cosas, las convertimos en nuestros dioses, en autoridades que determinan nuestra felicidad o infelicidad. La clave está en desprenderse de todo ello, en caminar ligeros. La importancia que le damos a las cosas es como un carro que se queda atascado en el barro, y entonces nos adherimos a una idea, un sentimiento o un objeto y luchamos contra el fluir, una tensión de la que surge el sufrimiento. La clave está en soltar todo aquello a lo que nos aferramos, sea un ente concreto o abstracto.

3. Nada tiene importancia

Si nuestro corazón da prioridad a la madurez espiritual, por encima de las insaciables necesidades del ego, es probable que nos resulte más sencillo soltar, desprendernos del yo externo, restarle importancia a todo lo que acontece en nuestro día a día. Es importante que esto no se haga desde el deber: «Debería no darle importancia». Toda actuación desde el deber, o desde lo correcto, viene siempre del ego —de su parte normativa y autoritaria—. El soltar contiene validez solo si surge desde el amor, y el amor es espontáneo. Nuestro trabajo consiste en ir quitando las trabas o resistencias al amor. Y el mejor maestro para saber si hay trabas es el sufrimiento, un indicativo infalible de que aún andamos atascados, en lucha contra algo.

            Nada tiene la importancia como para quedarnos atrapados en ello. Carecen de importancia nuestras creencias y las creencias de los demás, lo que opinamos y lo que opinan otros de nosotros mismos, el alcanzar la excelencia o ser mediocre, etcétera.

            Quizá ahora uno pueda decirse, indignado: «¿Cómo no va a ser importante que pierda mi trabajo? ¿Cómo no va a ser importante que me ponga enfermo?». Es lógico que uno piense así, porque desde un punto de vista del ego —de la identificación con el yo externo— tiene sentido obsesionarse por la supervivencia, porque nos validen, etc. Sin embargo, esa postura traerá sufrimiento y, casi con toda seguridad, empeorará nuestra capacidad de adaptación y supervivencia. Nuestras obsesiones generan más peligros de los que resuelven.

             También habrá quien piense que restarle importancia a todo nos conducirá a la inacción. Sin embargo, es todo lo contrario: al liberarnos de todas nuestras cargas, caminamos ligeros, con el corazón pleno. Y esto nos hará rebosar de vitalidad, y la vitalidad nada tiene que ver con quedarse bloqueado o parado; más bien, la inacción es consecuencia de lo contrario a la vitalidad: la depresión (y, en su sentido más volátil, la sensación de indefensión).

            Y no olvidemos que la depresión es adonde se llega cuando el campo de batalla se traslada del mundo externo al mundo interno. Liberarse de toda importancia no es volverse un pasota, sino deponer las armas, dejar de acuchillar el viento y, en su lugar, usarlo para navegar, o incluso para volar.

4. Soltar los falsos dioses

Liberarse de lo que yo no soy es también liberarse de los falsos dioses. Por «falsos dioses» entiendo todo aquello a lo que le otorgamos el poder de hacernos felices o infelices. Por lo tanto, siempre ha habido tanto dioses del placer como dioses del dolor; a unos se los busca y de otros se huye, pero todos ellos se erigen como divinidades de nuestro mundo.

            Por otra parte, tenemos a Dios, el Ser, el Tao… Ahí ya nos movemos en el terreno de lo incomprensible para la mente humana, por más libros que se hayan escrito acerca del tema. De ahí que lo más acertado sea no hablar de ello. «De lo que no se puede hablar es mejor callar», dijo el filósofo Ludwig Wittgenstein, o como empieza el Tao te king: «Del Tao que se puede hablar no es el Tao eterno».  

            Sin embargo, parece que el corazón sí puede sentir lo transpersonal; razón por la que no nos extraña que se haya dicho que el corazón está más cerca de Dios que la razón. Podemos sentir la trascendencia, pero no comprenderla ni delimitarla con palabras. A ese sentimiento podríamos llamarlo amor universal: un amor que es vitalidad, ligereza, aceptación, belleza pura.

            Si nos liberamos de los falsos dioses, de todas aquellas cosas mundanas o intelectuales en las que depositamos nuestra fe, nuestra esperanza de felicidad, entonces —con esa absoluta pobreza— se abre automáticamente la puerta al amor (o más bien apartamos los chismes que ocupaban su luz).

            Pero, claro, soltar el control y rendirse no es fácil, y no solemos hacerlo hasta después de habernos estrellado una y otra vez, hasta haber comprendido —por la vía de la frustración y el malestar— que ninguno de esos dioses nos liberarán jamás. Se entiende que Eckhart Tolle dijera el que el motor para la madurez del alma es el sufrimiento. Parece que esa es la vía de la humanidad, al menos hasta que ocurra lo que dijo Maharaj Nisargadatta: una vez madura, solo es necesario un instante para que la manzana se descuelgue del árbol de la ignorancia. Quizá la pregunta que debamos hacernos es: «¿Cuánto más necesito sufrir?».

5. Soltar el deber

A veces nos da miedo quitar importancia a las cosas, nos resistimos a ello con ferocidad. Puede que pensemos que, si no estamos preocupados por cumplir ciertas expectativas, por esforzarnos, nuestro mundo entrará en caos y será insoportable. No nos damos cuenta de que es nuestro estado de miedo el que caotiza nuestra vida —nos arranca de nosotros mismos, nos obliga a caminar agarrotados, con torpeza—, y que nuestro estado de miedo ya está haciendo insoportable la vida.

            En otras ocasiones, incluso lo defendemos desde los valores: «¿Cómo no voy a esforzarme en perfeccionar esta área de mi vida? ¿Acaso no es una virtud dar lo mejor de uno mismo?». Alimentamos nuestra autoexigencia envolviéndola de moralidad. Pero cabría preguntarse qué moralidad puede sostener esa violencia hacia uno mismo. Parece que la violencia hacia el yo está permitida: si mi entrega al trabajo me impide cuidar de mis hijos, es malo; pero, si me impide cuidar de mi mismo, no pasa nada. En resumen, el mensaje que hay detrás es: «Los demás importan, pero yo no», así que a mí mismo puedo maltratarme. Es frecuente que nuestra exigencia también se dirija hacia el mundo, que esperemos que los demás se aferren a nuestra rigidez, que se comporten como deben. Y acabamos enfrentados contra nuestros propios límites y contra los límites de los demás. Y parece que desde nuestra moralidad no hacemos sino andar peleando con el mundo y el yo y, más que paz, esos ideales solo traen la guerra, o una dictadura en defensa de lo correcto.

            Pero hay otra parte que sabe que eso no es vivir, y ahí surge el sufrimiento como maestro: «Algo no está yendo bien. Evoluciona», nos dice. Esa parte que se rebela es, en realidad, la antesala de la sabiduría. Pero nuestras civilizaciones siempre han premiado la obediencia, aunque obedecer nos haga daño, aunque sea violento hacia nuestra persona (hay miles de ejemplos, uno muy claro es cómo el deber ha empujado a las personas a participar de guerras entre reyes o Estados que en realidad eran absurdas para el día a día y los intereses de quienes combatían). Por suerte, a algunos les chirría el deber moral, aunque no por ello dejan de sentir miedo y culpa ante la posibilidad de desobedecer, de abandonar ideales que en realidad no son suyos, sino introyectados, de renunciar a contentar siempre a los demás. Con frecuencia creemos que, si soltamos toda esta presión, nuestra vida se descontrolará o perderemos la propia identidad.

            Sin embargo, la parte que se rebela, que se defiende a sí misma, sabe diferenciar entre el amor y el deber, entre lo trascendente y lo humano; sabe que desprenderse de toda esa carga permitirá caminar por la vida con ligereza y amabilidad, con la suficiente libertad como para que el amor pueda entrar en el corazón y brillar hacia el mundo. En definitiva, sabe que la moral que brota del sentimiento de belleza, de cariño, de libertad, es mucho más elevada que la moral del deber. Y el amor —que es transpersonal— no se expresa con palabras ni sentencias, sino que es danza y color, un lenguaje al mismo tiempo escurridizo y cegador.

            Sería bueno que nos preguntásemos: «¿Cómo me siento? ¿Me gusta vivir así? ¿Soy feliz?». Sería bueno conectar con esa parte insatisfecha de nosotros y tratar de soltar y soltar nuestras ambiciones, ya sean materiales, sociales, morales, espirituales. Como se ha dicho, para que el amor y su transformación puedan entrar en nuestro corazón es preciso la humildad de espíritu. Sé que a algunos esto les puede sonar a alegato de la mediocridad, y en cierto modo es así: hoy, se me presenta más luminoso el parar y permitirse las limitaciones que pasar la vida corriendo compulsivamente detrás de una zanahoria.

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